lunes, 20 de agosto de 2012

NICTALGIA



––Linda noche, no?
Miré el cielo como si hiciera falta; un par de estrellas derramando esa luz que los poetas llaman diáfana, una brisa cálida y no muy fría cruzando la playa, la gravitación misteriosa de un mar invisible… ¿Qué más se podía pedir? Lo que se dice una noche hermosa, sí. Pero ¿quién era ese tipo? Y lo más importante: ¿era real?

––Defina real ––dijo Atávico… Pero no; eso fue mucho después; y ese que estaba ahí no era Atávico.

¿Quién era?
Yo apenas lo veía. Era una especie de nube perdida en la penumbra; la caprichosa combinación de un sobretodo, un sombrero anacrónico y un bastón; poco menos que nada ––poco menos que alguien.  
Hice un gesto ambiguo, indescifrable en la oscuridad, y él se quedó a la espera, dando golpes ansiosos en la arena con su bastón.
“No; no lo conozco: eso es seguro”, pensé.

Describir a alguien es practicar una magia pobre y absurda.

Tendría unos cincuenta años. Su sobretodo estaba peinado al estilo de los novelines de espionaje. Tenía un aire equívoco… Quiero decir, que se lo notaba disfrazado y apenas cómodo con su disfraz; como el que trata de seguir con una broma que ya no tiene gracia. En síntesis: todo en él era pobremente teatral. 
––Hoy no tendría que matarse nadie, no cree?
Lo miré con curiosidad antes de responder:
––¿Por qué cree que me voy a matar?
La frase era ridícula, pero su pregunta (su sola apariencia) lo era mucho más... Para colmo, tenía un monóculo ridículo en su ojo izquierdo, que parecía una escotilla cerrada en medio de la cara.

La voz de un extraño en la noche es siempre un poco irreal.

––Escuchó alguna vez eso de “El que piense en suicidarse, que espere el diario de mañana.”
Una orquesta lejana empezó a sonar en ese momento. No sé si era un buen momento, pero estaba ahí ––al menos en lo que a mí concierne.
“¿Eso es Mozart?” pensé ––deseé. A veces deseo demasiado.

 No es posible desear demasiado; la naturaleza del deseo es desmesurada.

Era, por lo menos, algo parecido a la sinfonía Júpiter, pero cantada por voces de pájaros o de locos.
––¿Serán esos los pájaros ebrios de Mallarmé?
(No estoy seguro de haberlo dicho en voz alta).
––¡Qué pregunta! ––dijo el otro y me asusté por un segundo… ¿Sería ese hombre un telépata? ––Por supuesto que conoce eso del diario de mañana ––dijo, para mi tranquilidad y decepción ––La verdad, el que no lo conocía era yo… Me dijeron que lo usara con usted y lo usé… Una especie de santo y seña, vio?
––¿Ver qué? ––dije yo, que estaba hipnotizado por la brisa marina y mi Mozart de pájaros ebrios.
El tipo hizo como si no escuchara, aunque dio un golpecito con su bastón, en el que adiviné cierta frustración y cierto encono. Después adoptó un aire grave y dijo:
––Un hombre escondido en la noche, callado frente al mar… ¿No me va a decir que no llena la imagen de un suicida?

(Los aires graves deben ser huérfanos, porque siempre es preciso adoptarlos).

––¿Escondido? ¿Se supone que los suicidas se esconden?
Al instante me arrepentí de preguntar eso y no algo más inteligente, como: “¿Por qué cree que estoy escondido? O mejor todavía: “¿Usted no escucha el canto de los pájaros ebrios?”

––Yo no creo que esté escondido, mi muy señor mío.
––¿El canto de los pájaros ebrios? ¿Se refiere a esa orquesta de delirio que no existe más que para usted? ¡Oh, sí: maravillosa interpretación de la Sinfonía Júpiter! ¿O es la marcha de San Lorenzo?
––El hombre es el principio de todas las cosas, Monsieur Je-ne-sai-pas, de las que son, etcétera…

––La muerte es escrupulosa siempre ––dijo en tono de filósofo Veda.
Quisquilloso el hombre.
Yo ya me había perdido a esa altura, pero imagino que insistía con su tesis de escondida.
––No ––dije, curiosamente, a la defensiva ––; si hay algo que la muerte no tiene, eso es escrúpulos.
Retrucó al instante:
––La muerte sí tiene escrúpulos; se llaman tiempo.

Una voz extraña me llamaba de muy lejos, como desde un sueño… Quizás desde un sueño.

Mozart había desaparecido; los pájaros habían muerto o se habían ido con su música a otra parte ––es posible, incluso, que ya estuvieran sobrios. La única melodía que flotaba ahora en el aire era el ronquido de aspiradora rota del mar y el mustio silbido de la brisa… En fin; la pésima música monocorde de la naturaleza que, por desgracia, nunca imita al arte.
––¿No va a preguntarme quién soy?
Lo miré tratando de mostrarme indiferente, pero reconozco que no es mi fuerte; lo único vital en mí es mi curiosidad; me desborda y consume.
Era muy difícil ver a ese hombre con claridad, porque un montón de burbujas habían empezado a salir de su monóculo; burbujas traslúcidas que parecían encerrar diminutos arco iris, titilantes y efímeros, que se deshacían en su carrera imposible hacia la noche.
––Veo cosas que no existen ––dije de pronto.
––Ya lo sabemos…
Los puntos suspensivos fueron casi visibles, como gotas de tinta china cayendo en un pentagrama.
––…Y por eso vino a verme ––completé ––Por eso lo mandaron acá.
Como imaginarán, dije “mandaron” en ese tono que es imposible describir, pero que cualquier lector será capaz inferir.

A veces pienso que, de algún modo, los esperaba.

––Sabemos por qué las ve.
––Yo también. Son delirios.
––Delirios nocturnos.
La forma en que pronunció esa frase me alteró un poco ––ese mismo tono inefable cuya descripción acabo de omitir.
––Sí ––reconocí ––nada más aparecen de noche. Son una forma especial de nictalgia.
––¿Nictalgia? ––dijo el otro explotando en una carcajada ––¿De dónde sacó esa palabra espantosa?

Quién sabe porqué, pero sí; los esperaba.

––¿Conoce alguna palabra mejor?
––Mejor no. Conozco la palabra correcta.
No la dijo.
O quizás prefiera decir que no lo hizo.
Si esto fuera una película expresionista o una novela romántica, ahí mismo hubiera estallado una tormenta eléctrica y un rayo hubiera alumbrado la cara de ese tipo, pero nada de eso pasó. 
Al parecer, no sólo la naturaleza no imita al arte, sino que a Dios no parece gustarle el cine de Fritz Lang.
––¿No va a preguntarme mi nombre? ––dijo el sin nombre.
Me puse cínico:
––¿Le dijeron que me lo diga?
Sonrió.
Su monóculo tuvo algo así como un chispazo de luz.
La noche seguía en silencio.
Miró hacia el mar por un segundo en tono dramático y siguió, después, con su guión:
––Si le digo mi nombre es como si no le dijera nada; me dicen o, mejor dicho, me hago decir Deamedio.
Omití todo tipo de comentario.
––Yo le diría el mío ––coqueteé ––pero algo me dice que ya lo sabe… Perdón: lo saben.

La paranoia es el último gesto esperanzado de los solitarios.

Deamedio guiñó su ojo izquierdo y ese peligroso gesto de complicidad hizo que su monóculo saliera despedido de su cara y volara por el aire, trasformándose en un trapecista presuroso, casi ingrávido, hasta quedar suspendido al costado de su cuerpo.
––Vamos a venir por usted mañana ––dijo al final ––Por la noche, por supuesto.
Yo casi no lo miraba. ¿Era otra vez Mozart lo que escuchaba? No: la sirena de un barco.

La decepción es, también, un pájaro ebrio.

––¿No quiere saber para qué? ––insistió Deamedio.
Ya no lo miré. Era mi turno de ser teatral.
––Ya me lo dijo, no?
Me miró perplejo.
Completé:
––Para leer el diario de mañana.

1 comentario:

Diana H. dijo...

Quisiera poder comentarle algo que esté a a altura de su cuento. Se me ocurren muchas cosas pero no encuentro la forma.
Así que mejor me vuelvo a perder en los pasadizos de sus líneas como en un tren fantasma.
Y de paso le pido que no se olvide tan rápido de los textos que publica.

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